miércoles, 24 de agosto de 2011

Libia: Al odio le dejaré...



 Al odio le dejaré
 
mis herraduras de caballo,
 
mi camiseta de navío,
 
mis zapatos de caminante,
 
mi corazón de carpintero,
 
todo lo que supe hacer

 y lo que me ayudó a sufrir,
 
lo que tuve de duro y puro,
 
de indisoluble y emigrante,
 
para que se aprenda en el mundo
 
que los que tienen bosque y agua
 
pueden cortar y navegar,
 
pueden ir y pueden volver,
 
pueden padecer y amar,
 
pueden temer y trabajar,
 
pueden ser y pueden seguir,
 
pueden florecer y morir,
 
pueden ser sencillos y oscuros,
 
pueden no tener orejas,
 
pueden aguantar la desdicha,
 
pueden esperar una flor,

en fin, podemos existir,
 
aunque no acepten nuestras vidas
 
unos cuantos hijos de puta...



Pablo Neruda

Testamento de Otoño
(Fragmento)





Violeta Parra, hermana mayor de los cantores populares

Violeta Parra. Recital en la Pampa, Argentina. 1961.


Violeta Parra, hermana mayor de los cantores populares
Revista Musical Chilena, Agosto 1958.

Atraída por una certera intuición y guiada por su instinto netamente popular, Violeta Parra supo llegar al corazón del genio de nuestro pueblo y descubrir sus más preciosos tesoros, los que está dando a conocer a todo Chile.

Violeta Parra sabe tocar nuestros instrumentos folklóricos, la guitarra y el guitarrón y cantar a lo poeta. Sabe escribir versos a “lo divino” y a “lo humano”, compone sus propias melodías y puede improvisar unas décimas si la ocasión lo exige. En los velorios de angelitos ha sido invitada a cantar junto a grandes cantores, “de aquellos que no se dejan acompañar por cualquiera”, y cuando va de pueblo en pueblo y de rancho en rancho, buscando los trozos perdidos del magnífico fresco folklórico de Chile, no es una extraña entre los viejos cantores campesinos. No llega al pueblo con el espíritu de un erudito que busca lo interesante, sino como la hermana mayor de los cantores populares. Es por eso que una celosa cantora del sur que no solía dejar a nadie escuchar sus canciones, le entregó todo su patrimonio a Violeta Parra, diciéndole “la sangre suya, pues, Violetita” es lo que la había impulsado a regalarle todo su tesoro musical y poético. Violeta Parra sabe tratar a estos ancianos como lo hacían las niñas de otros tiempos, llamándolos respetuosamente abuelito y abuelita. Ella conoce el lenguaje del niño que eleva volantines, sabe consolar a la madre que ha perdido a su “angelito”, canta los “parabienes” de los novios y comprende al arriero que ha visto a la Virgen en el hueco de una peña y al diablo con tres ojos. Aquí reside el secreto de esta investigadora.

Al oírla cantar las canciones “a lo divino” hemos descubierto que nuestros cantores populares conocían las Sagradas Escrituras mejor que nosotros mismos y sus cantos a la Sabiduría de Salomón y a las gloriar de Sansón nos han dejado perplejos. En las cintas magnéticas grabadas en todas las regiones de Chile, Violeta Parra ha recogido las extrañas voces de ancianos y jóvenes que con melodías de ritmos graciosos y encantadora sencillez describen la creación y la destrucción del mundo, el nacimiento, la vida, pasión y muerte de N. S. Jesucristo; las historias de los patriarcas, reyes y sabios del Antiguo Testamento; el Diluvio Universal, la Torre de Babel y la caída de Babilonia. Una voz gutural recita en un poema largo como la Gesta de Mío Cid, la historia de Carlomagno y los doce pares de Francia. Otro, con la autoridad de un profeta, canta la vanidad de la sabiduría del “planeta terrenal” y se burla de los sabios que “para dar prueba toman tinta, papel y estrumento”. Otros hacen alusiones herméticas a la ciencia de Zoroastro y hablan con mágico lenguaje del sol, la luna y las estrellas y el “santo rumor” de las esferas en los espacios infinitos. Y son innumerables los clásicos cantos de despedida del “angelito” que se va de este mundo a la gloria celestial, donde la Virgen le tiene preparada “cuna de flores” y donde el Señor, en premio, le confiará el cuidado de una rosa en “los jardines de Abraham”.

Primeros contactos con el folklore

Nacida en Chillan, centro de tradiciones autóctonas, Violeta Parra pertenece a una familia de cantores y poetas. Ella misma nos explica sus primeros contactos con ese mundo del folklore que fascinó su niñez y que se encontraba muy profundamente arraigado a su naturaleza de artista.

—Mi padre, aunque profesor primario, era el mejor folklorista de la región y lo invitaban mucho a todas las fiestas. Mi madre cantaba las más hermosas canciones campesinas mientras trabajaba frente a su máquina de coser; era costurera. Aunque mi padre no quería que sus hijos cantaran, y cuando salía de casa escondía la guitarra bajo llave, yo descubrí que era en el cajón de la máquina de mi madre donde la guardaba y se la robé. Tenía siete años. Me había fijado cómo él hacía las posturas y aunque la guitarra era demasiado grande para mí y tenía que apoyarla en el suelo, comencé a cantar despacito las canciones que escuchaba a los grandes. Un día que mi madre me oyó no podía creer que fuera yo.

Así se inició la carrera de esta artista innata. Dos cantoras populares ejercieron sobre ella una influencia decisiva.

—Vivía en Malloa —recuerda—, un pueblecito situado por Chillan hacia el interior. Malloa era un pueblo perdido en el campo, incomunicado con el resto de Chile; sólo un camino real lo unía con Chillan y había media hora a caballo, yendo a galope tendido, y más de dos horas si se iba al paso. En esa región eran muy conocidas las niñas Aguilera, dos hermanas que cantaban. Algunos de los cantos populares que forman mi repertorio actual se los oí por primera vez a ellas. Las niñas Aguilera cantaban muy bien y constantemente las perseguía para que me enseñaran sus cantos.

Violeta Parra escribió su primera canción a los nueve años, era para su muñeca de trapo, y desde entonces comenzó a componer y a escribir versos. Le ha puesto música a varios versos de su hermano, el poeta Nicanor Parra y “a raíz de mi primer amor surgieron mis propias tonadas”, nos confía.

En Santiago

Al llegar a la capital, Violeta Parra y una hermana suya formaron un dúo y se dedicaron a cantar profesionalmente. Conocían desde la época de Malloa muchas canciones de la tradición popular, pero la hermana de Violeta, convencida de que el público las rechazaría, se oponía a cantarlas.

Musicalmente —nos explica—, yo sentía que mis hermanos no iban por el camino que yo quería seguir y consulté a Nicanor, el hermano que siempre ha sabido guiarme y alentarme. Yo tenía veinticinco canciones auténticas. El hizo la selección y comencé a tocar y cantar sola. Después me exigió que saliera a recopilar por lo menos un millar de canciones. “Tienes que lanzarte a la calle —me dijo—, pero recuerda que tienes que enfrentarte a un gigante, Margot Loyola.”

Encontré folklore en todas partes, aunque las viejas de Barranca fueron mi primera fuente. Doña Rosa Lorca, arregladora de angelitos, me cantó todo su valioso repertorio y me lo enseñó. Es a ella a quien le debo la nomenclatura del Canto a lo Humano y Canto a lo Divino que, siguiendo el orden del velorio del angelito, se divide en Versos por Saludo, Versos por Padecimiento y Versos por Sabiduría.

—Cuando la escuché cantar estos cantos ancestrales, volvió a mi memoria la ceremonia vista de niña del “velorio del angelito”. Recordé cómo se mandaba buscar a la madrina para que hiciera el “alba”, que tiene que ser cortada en tela nueva, con tijeras, hilo y aguja usadas por primera vez. Los miembros masculinos de la familia partían a caballo a buscar la gente. Las mujeres de la casa dividían la pieza en tres secciones: en una punta el velorio, al medio un mueble con loza y al otro extremo una mesa cubierta con mantel blanco y un brasero con carbones bien encendidos. Cuando llegaban los hombres se colocaban al lado del angelito, que ya estaba arreglado en su altar y las mujeres se apretujaban alrededor del brasero. Entonces, en un silencio impresionante, comenzaba el canto. También se bailaba la cueca fúnebre sin zapateo y con guitarra y el “chapecao” sin pañuelo y en silencio.

—Gracias a doña Rosa Lorca y a otras ancianas de la región, recopilé 500 canciones de los alrededores de Santiago y volví donde Nicanor con tonadas, parabienes, villancicos, además del Canto a lo Divino y a lo Humano y con las danzas campesinas “El Pequén”, “El Chapecao”, “La Refalosa” y la “Cueca.”

En Europa

Su investigación folklórica de una autenticidad absoluta, la hizo acreedora al “Caupolicán” de 1954 y ese mismo año partió a Europa invitada al Festival de la Juventud en Varsovia. Tanto en Polonia como en Checoeslovaquia dio a conocer las canciones de Chile, y después en París, se ganó el corazón de los franceses, tanto en su labor nocturna en la boite “L’Escale” como en el Festival Internacional Folklórico celebrado en el Gran Anfiteatro da la Sorbonne, donde actuó sola, representando a Chile.

—Salí sola al escenario —recuerda Violeta Parra— y sentí un murmullo de casi desaprobación. Todas las otras delegaciones eran numerosas y llenaban el escenario, yo me sentía asustada y muy pequeña. Sonó la guitarra y hubo un silencio inmediato. Tuve que cantar siete veces, obteniendo aplausos atronadores. Pero no era a mí a quien aplaudían, porque cuando se canta la canción chilena es a Chile al que se aplaude.

De París pasó a Londres. En diez días en Inglaterra pudo hacer lo que en Paris en seis meses. Tres casas grabadoras se disputaron la exclusividad de grabarle sus canciones; ella tiene exclusividad con Odeón, por eso se limitó a grabar un long-play grande con 18 canciones. Grabó para los archivos de la BBC, actuó en televisión y dio dos recitales en Cunning House para un enorme grupo de intelectuales. Trabó amistad con Victoria Kingsley, la famosa folkiorista inglesa, a la que le enseñó su repertorio y Allen Lomax se fascinó con el folklore chileno.

Violeta Parra compositora

Al volver a Chile, nuestra folklorista comenzó a componer obras para guitarra, que aunque llevan la nomenclatura del folklore, las llama Anticuecas, son música culta, como la que puede escucharse en cualquier concierto de cámara. Violeta Parra, que musicalmente se formó sola y que aprendió música como el pájaro canta, es una compositora única. Ella no sabe ni quiere saber nada de contrapunto, armonía ni desarrollo temático. Puede sólo ofrecernos una música que brota directamente de su alma y que llega al mundo como un niño. Improvisando, descubrió en ella misma un mundo de poesía, que creyó estaba enredado en las cuerdas de su guitarra. Sin ser guiada por ningún maestro, encontró su sonido, su armonía, su línea melódica y sus ritmos, su propia técnica, que supo desarrollar al cabo de unas pocas semanas. Sus Anticuecas tienen esos mismos ritmos chilenos que nos son conocidos, pero cobran un sentido y una dimensión muy diferentes. Es el alma recóndita de la cueca lo que Violeta Parra nos revela en sus espontáneas composiciones. La originalidad de esta música extraña y hermosa, no se parece a nada, no obstante ser tan propia de esta tierra chilena.

Dos obras de Violeta Parra

Dentro de los próximos dos meses saldrán al mercado dos libros de esta insigne “cantora” chilena. En el primero de ellos recopila cien cantos, que abarcan las más importantes formas musicales populares de las distintas regiones de Chile. Esta será la primera publicación de cantos folklóricos con carácter musical, porque si bien hubo antes muchas otras recopilaciones y publicaciones sobre el tema, los investigadores se limitaron al aspecto literario, publicando tan sólo las letras de los cantos.

En la primera obra se le da enorme importancia al Canto a lo Divino, que es, sin lugar a dudas, lo más valioso y antiguo de todo nuestro folklore. El Canto a lo Divino, como su nombre lo indica, es un canto a Dios y a las cosas que son de Dios y se canta de preferencia en los velorios de angelitos, es decir, en los velorios de niños menores de cinco años, que se supone son lo suficientemente puros como para ir directamente al cielo. En las distintas etapas de la ceremonia de velorio, que dura toda la noche, se cantan cantos a lo divino y sobre diferentes temas. Los temas de un canto se llaman, en lenguaje folklórico, “fundamentos”. Los principales fundamentos son: Verso por Saludo, que se cantan al comienzo del velorio y que se subdivide en: Versos Mochos, forma usada por cantores de segunda categoría; Versos por Redondilla, en esta forma una sola línea sirve de final para todas las estrofas que se canten, y Versos de Contrarresto o Contrarrestados, que están sujetos al siguiente plan: cada cantor forma una estrofa encabezándola con el último verso del anterior y terminándola con el primero de la misma. Enseguida se cantan los Versos por Padecimiento, que vienen después del saludo y primer “gloriao”, o sea, la primera copa de vino de la noche, y que se cantan hasta la medianoche. Además de beber y cantar, se relatan antiguas y pintorescas historias chilenas.

Versos por Sabiduría, que se cantan después de la medianoche. En ellos se cita a los grandes sabios del antiguo testamento y Versos por Apocalipsis, tomados del Apocalipsis y que hablan del fin del mundo. Hay también algunos fundamentos secundarios, cuyo uso es circunstancial, como, por ejemplo, Versos por la Pesca Milagrosa, El Rey Asuero, La Torre de Babel, El Diluvio y otros hechos bíblicos notables. Versos por Despedida, se cantan al rayar el día y en ellos los cantores hablan como si fuera el angelito mismo quien se despide.

Violeta Parra también incluye en esta primera obra El Canto a lo Humano, que musicalmente no tiene diferencia con el Canto a lo Divino, y que se canta de preferencia en los “Wireos” o reuniones de cantores que se juntan para hacer música por entretenimiento, o “por travesura”, según la expresión popular. En estas reuniones se canta por diversos fundamentos, entre los cuales los más importantes son los siguientes:

Por Ponderación (o exageración), que consiste, como su nombre lo indica, en exagerar cualquier cosa con ingenio; Versos por el mundo al revés, cuya gracia reside en invertir el orden normal de las cosas; Versos autorizados, en que los cantores se ponen de acuerdo para molestarse (echarse tallas) mutuamente, sin que nadie pueda enojarse, por lo mismo, que se llaman autorizados, y Versos “a lo amor”, cantos amorosos.

Finalmente, Violeta Parra nos da a conocer en su obra, los Parabienes, canto homenaje a los recién casados y las Tonadas, forma musical que ha alcanzado una gran difusión. La Tonada campesina es, naturalmente, la más hermosa y casi todas ellas son melancólicas y sobre temas amorosos.

El segundo volumen de música y poesía folklórica chilena, recopilado por Violeta Parra, es el resultado del trabajo de investigación realizado por la folklorista entre noviembre de 1957 y enero de 1958; bajo los auspicios de la Universidad de Concepción y contiene las cincuenta mejores cuecas inéditas recopiladas en la zona de esa ciudad.

Violeta Parra declara que las cuecas de la provincia de Concepción son las más hermosas de todo Chile, tanto por la melodía como por el texto, que casi siempre es de carácter noble y poético y está lleno de bellas e ingeniosas figuras literarias, como podrá juzgarse por los fragmentos siguientes:

Floreció el copihue rojo
En la montaña chilena
Que parece una guirnalda
De ensangrentadas cadenas
Y estos hermosos versos de amor:
Un picaflor volando
Picó en tu boca
Creyendo que tus labios
Eran de rosa. 

El humor y el ingenio tampoco están ausentes:

La muerte se está bañando
En el puente e la amargura
Le han robado la enagua
Por andar con sus locuras. 

Violeta Parra. Acto polìtico. Chile, 1948.



Fuente: www.violetaparra.cl

viernes, 19 de agosto de 2011

Federico García Lorca: Una vida en breve



“Van dos hombres por la orilla de un río. Uno es rico, otro es pobre. Uno lleva la barriga llena, y el otro pone sucio el aire con sus bostezos. Y el rico dice: ‘¡Oh, qué barca más linda se ve por el agua! Mire, mire usted el lirio que florece en la orilla’. Y el pobre reza: ‘Tengo hambre, no veo nada. Tengo hambre, mucha hambre’. Natural. El día que el hambre desaparezca, va a producirse en el mundo la explosión espiritual más grande que jamás conoció la humanidad. Nunca jamás se podrán figurar los hombres la alegría que estallará el día de la gran revolución”

Federico García Lorca



Federico García Lorca: Una vida en breve
Por Christopher Maurer

Federico García Lorca, uno de los poetas más insignes de nuestra época, nació en Fuente Vaqueros, un pueblo andaluz de la vega granadina, el 5 de junio de 1898—el año en que España perdió sus colonias. Su madre, Vicenta Lorca Romero, había sido durante un tiempo maestra de escuela, y su padre, Federico García Rodríguez, poseía terrenos en la vega, donde se cultivaba remolacha y tabaco. En 1909, cuando Federico tenía once años, toda la familia—sus padres, su hermano Francisco, él mismo, sus hermanas Conchita e Isabel—se estableció en la ciudad de Granada, aunque seguiría pasando los veranos en el campo, en Asquerosa (hoy, Valderrubio), donde Federico escribió gran parte de su obra.

Más tarde, aun después de haber viajado mucho y haber vivido durante largos períodos en Madrid, Federico recordaría cómo afectaba a su obra el ambiente rural de la vega: “Amo a la tierra. Me siento ligado a ella en todas mis emociones. Mis más lejanos recuerdos de niño tienen sabor de tierra. Los bichos de la tierra, los animales, las gentes campesinas, tienen sugestiones que llegan a muy pocos. Yo las capto ahora con el mismo espíritu de mis años infantiles. De lo contrario, no hubiera podido escribir Bodas de sangre.”

En sus poemas y en sus dramas se revela como agudo observador del habla, de la música y de las costumbres de la sociedad rural española. Una de las peculiaridades de su obra es cómo ese ambiente, descrito con exactitud, llega a convertirse en un espacio imaginario donde se da expresión a todas las inquietudes más profundas del corazón humano: el deseo, el amor y la muerte, el misterio de la identidad y el milagro de la creación artística.

“…Vuestras almas de sufrimiento y de trabajo son más altas que mi alma. Yo soy el que debiera estar cohibido ante vuestra grandeza y humildad. Estrechad, estrechad mi mano pecadora para que se santifique entre las vuestras de trabajo y castidad”

Primeros Pasos: Fuente Vaqueros

El traslado de la familia del campo a la ciudad afectó profundamente a Federico. En 1916 o 1917, cuando empezaba a interesarse por la literatura, redactó un largo ensayo autobiográfico en el que evocaba Fuente Vaqueros, “aquel pueblecito muy callado y oloroso” de la vega de Granada. “El pueblo está rodeado de chopos que se ríen, cantan y son palacios de pájaros y de sus sauces y zarzales que en el verano dan frutos dulces y peligrosos de coger. Al aproximarse hay gran olor de hinojos y apio silvestre que vive en las acequias besando al agua. En verano el olor es de paja que en las noches, con la luna, las estrellas, y los rosales en flor, forma una esencia divina que hace pensar en el espíritu que la formó”.

En estas páginas autobiográficas intentó captar sus experiencias en la escuela, los juegos con los amigos, el ambiente de su casa y su asombro ante las desigualdades sociales; como recordó en una entrevista: “Mi infancia es aprender letras y música con mi madre, ser un niño rico en el pueblo, un mandón”. Como resultado de su nueva vida en Granada experimentó una sensación de ruptura con aquel pasado en el campo y, desde el umbral de la adolescencia, exclamó: “Hoy de niño campesino me he convertido en señorito de ciudad [...] Los niños de mi escuela son hoy trabajadores del campo y cuando me ven casi no se atreven a tocarme con sus manazas sucias y de piedra por el trabajo. ¿Por qué no corréis a estrechar mi mano con fuerza? ¿Creéis que la ciudad me ha cambiado? No... Vuestras manos son más sanas que las mías. Vuestros corazones son más puros que el mío. Vuestras almas de sufrimiento y de trabajo son más altas que mi alma. Yo soy el que debiera estar cohibido ante vuestra grandeza y humildad. Estrechad, estrechad mi mano pecadora para que se santifique entre las vuestras de trabajo y castidad”.

Estos viajes pusieron a Federico en contacto con otras regiones de España y ayudaron a despertar su vocación como escritor…

Los viajes de estudios

Durante su adolescencia, Federico García Lorca sintió más afinidad por la música que por la literatura. De niño le fascinó el teatro, pero estudió también piano, tomando clases con Antonio Segura Mesa, ferviente admirador de Verdi. Su primer asombro artístico surgió no de sus lecturas sino del repertorio para piano de Beethoven, Chopin, Debussy y otros. Como músico, no como escritor novel, lo conocían sus compañeros de la Universidad de Granada, donde se matriculó, en el otoño de 1914, en un curso de acceso a las carreras de Filosofía y Letras y de Derecho.

El ambiente intelectual que rodeaba al joven estudiante era de una riqueza sorprendente para una ciudad provinciana. En la tertulia llamada “El Rinconcillo”, del animado café Alameda, García Lorca se reunía con frecuencia con un grupo de jóvenes de talento que llegarían a ocupar puestos importantes en el mundo de las artes, la diplomacia, la educación y la cultura. En la Universidad, dos profesores le abrieron camino: Fernando de los Ríos, profesor de Derecho Político Comparado y futuro adalid del socialismo español, y Martín Domínguez Berrueta, titular de Teoría de la Literatura y de las Artes.

Con Domínguez Berrueta hicieron Federico y sus compañeros una serie de viajes de estudios a Baeza, Úbeda, Córdoba y Ronda (junio de 1916); a Castilla, León y Galicia (otoño del mismo año); otra vez a Baeza (primavera de 1917); y un último viaje a Burgos (verano y otoño de 1917). Estos viajes pusieron a Federico en contacto con otras regiones de España y ayudaron a despertar su vocación como escritor. Fruto de ello sería su primer libro de prosa, Impresiones y paisajes, publicado en 1918 en edición no venal costeada por el padre del poeta. No se trata de un simple diario de sus excursiones, sino de una pequeña antología de sus mejores páginas en prosa. El joven poeta discurre sobre temas políticos – la decadencia y el porvenir de España, sus inquietudes religiosas, la vida monacal—y sus intereses estéticos, como eran el canto gregoriano, la escultura renacentista y barroca, los jardines o la canción popular.

Con la publicación de Impresiones y paisajes y la muerte de su profesor de música al año siguiente, el aprendiz de músico entró, en palabras suyas, “en el reino de la Poesía y acabé de ungirme de amor hacia todas las cosas”. En el otoño de 1918 confesaría: “Me siento lleno de poesía, poesía fuerte, llana, fantástica, religiosa, mala, honda, canalla, mística. ¡Todo, todo! ¡Quiero ser todas las cosas!”



Aquel hervidero intelectual supuso un excelente caldo de cultivo para el desarrollo del poeta…

Madrid

Primavera de 1919. Varios miembros de “El Rinconcillo” se habían trasladado ya a la capital y, en marzo de ese mismo año, José Mora Guarnido escribía a Federico desde Madrid: “Debías venir aquí; dile a tu padre en mi nombre que te haría, mandándote aquí, más favor que con haberte traído al mundo”.

Fue Fernando de los Ríos quien, al fin, tuvo que convencer a los padres del poeta para que le dejaran salir de Granada y seguir con sus estudios en la Residencia de Estudiantes de Madrid, dirigida por Alberto Jiménez Fraud. Así pasó Federico a formar parte de una institución que pretendía ser, en palabras de su director, un “hogar espiritual donde se fragüe y depure, en corazones jóvenes, el sentimiento profundo de amor a la España que se está haciendo, a la que dentro de poco tendremos que hacer con nuestras manos”.

Fundada a semejanza de los colleges de Oxford y Cambridge, la Residencia de Estudiantes representaba, en aquel entonces, un punto de contacto importantísimo entre las culturas española y extranjera. Aquel hervidero intelectual supuso un excelente caldo de cultivo para el desarrollo del poeta. Su vida en “la Colina de los Chopos” le dio una nueva visión de la responsabilidad del artista frente a la sociedad y reforzó su amor por la cultura, desde la clásica a la popular española. Así, entre 1919 y 1926, Federico conoció a muchos de los más importantes escritores e intelectuales del país. En la Residencia se hizo amigo de Luis Buñuel, de Rafael Alberti o de Salvador Dalí. Además, gracias a la muy activa política cultural de Jiménez Fraud, pasaron por allí numerosos conferenciantes, científicos, músicos y escritores extranjeros: Claudel, Valéry, Cendrars, Max Jacob, Marinetti, Madame Curie, H.G. Wells, Le Corbusier, Chesterton, Wanda Landowska, Ravel, Milhaud, Poulenc...

Los dos primeros años de Federico en la capital (1919-1921) constituyeron una época de intenso trabajo. Sus caminatas por la ciudad, sus visitas a Toledo con Pepín Bello, Buñuel y Dalí, sus encuentros con directores teatrales – como Eduardo Marquina o Gregorio Martínez Sierra—y con la vaguardia – los ultraístas, Ramón Gómez de la Serna o el creacionista Vicente Huidobro--, aún le dejaron tiempo para terminar y publicar su Libro de poemas, componer las primeras Suites, estrenar El maleficio de la mariposa – que fue un fenomenal fracaso—y elaborar otras piezas teatrales. No perdió tampoco la oportunidad de conocer a Juan Ramón Jiménez, a quien acudió con una carta de presentación de Fernando de los Ríos en 1919: “Ahí va ese muchacho lleno de anhelos románticos: recíbalo usted con amor, que lo merece; es uno de los jóvenes en que hemos puesto más esperanzas”—y a la que respondió Juan Ramón de esta manera: “Su poeta vino y me hizo una excelentísima impresión. Me parece que tiene un gran temperamento y la virtud esencial, a mi juicio, en arte: entusiasmo”.

Con aquella visita se inició una amistad duradera, y la correspondencia de Lorca deja claro que Juan Ramón – generoso mentor de todos los poetas jóvenes de aquel entonces—tuvo una influencia decisiva en su visión del quehacer poético. Durante los siguientes dos años ayudó a Federico a publicar algunos de sus versos en revistas de prestigio, como España, La Pluma o Índice, y le convenció para que editara su Libro de poemas en la imprenta de Gabriel García Maroto, en vez de hacerlo en una editora comercial más grande, para que Federico tuviera la oportunidad de cuidar, él mismo, de todos los aspectos de la edición.

Libro de poemas contiene versos seleccionados, con la ayuda de su hermano Francisco, de todo lo que había escrito desde 1918. Algunos de ellos giran alrededor de la fe religiosa, tema al que había dedicado cientos de páginas en prosa y en verso. Otros tratan del anhelo del poeta de unirse con la naturaleza o de recuperar una infancia perdida. En versos que recuerdan al primer Juan Ramón Jiménez, a Rubén Darío y a poetas menores del modernismo hispánico, el poeta lamenta que la razón y la retórica hayan reemplazado la fe poética que poseía como niño.

Cuando se publicó este libro, en mayo de 1921, Federico ya se había entregado a otros proyectos y volvió a Granada ilusionado con la composición de sus Suites. El entusiasmo señalado por Juan Ramón le llevaba hacia el estudio del folclore: títeres, cante jondo, la canción popular. Estaba a punto de conocer a Manuel de Falla.

“Causa extrañeza y maravilla cómo el anónimo poeta del pueblo extracta en tres o cuatro versos toda la rara complejidad de los más altos momentos sentimentales en la vida del hombre”

Granada y Manuel de Falla

Falla se había trasladado a Granada a mediados de septiembre de 1920, y en el verano de 1921 se instaló en el carmen de Santa Engracia, próximo a la Alhambra, donde Federico le visitó con frecuencia. El poeta se sintió pronto íntimamente ligado al compositor al compartir con él su amor por la música, los títeres, el cante jondo...

Entre los primeros en dar al compositor la bienvenida a Granada en1920 estuvo el grupo de jóvenes amigos que se reunía en el café Alameda de la plaza del Campillo, y que formaba la ya citada tertulia de “El Rinconcillo”. José Mora Guarnido explicaba así el nombre dado a la tertulia: “En el fondo del café Alameda, detrás del tabladillo en donde actuaba un permanente quinteto de piano e instrumentos de cuerda, había un amplio rincón donde cabían dos o tres mesas con confortables divanes contra la pared, y en aquel rincón [...] plantaron su sede nocturna” un grupo de intelectuales granadinos: los dos hermanos Lorca, los periodistas Melchor Fernández Almagro, José Mora Guarnido y Constantino Ruiz Carnero, los futuros poetas o críticos José Fernández Montesinos, Miguel Pizarro y José Navarro Pardo, y los pintores Manuel Ángeles Ortiz, Ismael González de la Serna o Hermenegildo Lanz, entre otros.

La vida granadina de Federico a partir de 1920 o 1921 giró, pues, alrededor de esos dos focos culturales: Falla y los integrantes de “El Rinconcillo”. Estos últimos intentaban dar nuevo brío a la vida cultural de la ciudad, defendiendo aquella parte del patrimonio artístico que pudiera orientar a las nuevas generaciones en su rebelión contra el “costumbrismo” y el “color local”, y asustando a la “Beocia burguesa”, en palabras de Mora. Algunos de los proyectos apenas transcendieron el ámbito local, como, por ejemplo, la colocación de azulejos conmemorativos en honor a los “viajeros europeos ilustres” que habían contribuido al conocimiento de Granada en el extranjero. Otros, sin embargo, tuvieron repercusión en el resto de España y Europa, especialmente el Primer Concurso de Cante Jondo, celebrado en junio de 1922.

Promovido por Falla, Lorca e Ignacio Zuloaga, y apoyado por el Ayuntamiento de Granada, aquel concurso tenía varios objetivos: marcar la diferencia entre el cante jondo – de orígenes antiquísimos, según Lorca y Falla—y el cante flamenco – creación, según ellos, más reciente--; ganar respeto para el cante jondo como arte; preservarlo de la adulteración musical y de la amenaza de los cafés cantantes y la ópera flamenca; premiar a los cantaores no profesionales, y demostrar la influencia que habían tenido el cante, el baile y el toque jondos no sólo en la música española, sino también en la francesa y la rusa. El concurso fue un atrevido intento de conectar el arte musical de Andalucía con el arte “universal”. La fórmula estética de Falla – “de lo local a lo universal”—iba a fijarse para siempre en el corazón de su joven discípulo.

Meses antes del concurso Federico pronunció, para educar al público granadino, una de las conferencias que más revelan sobre su propios principios estéticos “Importancia histórica y artística del primitivo canto andaluz llamado cante jondo”; texto que revisaría años después al leerla en Argentina, Uruguay y en varias ciudades españolas.

Otro fruto de su interés por el cante jondo fue su segundo libro de versos, Poema del cante jondo, escrito en 1921 y publicado una década más tarde. En este libro, como en sus Suites, Lorca explora las posibilidades de la secuencia de poemas cortos. Sin llegar al pastiche, se inspira en la brevedad, intensidad y concentración temática de las coplas del cante jondo, que habían sido para él toda una revelación artística: “Causa extrañeza y maravilla cómo el anónimo poeta del pueblo extracta en tres o cuatro versos toda la rara complejidad de los más altos momentos sentimentales en la vida del hombre”.

El poeta acariciaba la idea de crear con el compositor gaditano un teatro ambulante, Los Títeres de Cachiporra, que sería comparable, en su tratamiento estilizado del folclore, a los Ballets Russes de Diaghilev, con los que Falla había colaborado. En casa del poeta ofrecieron ambos, a sus familiares y amigos, un espectáculo inolvidable de títeres en la festividad de los Reyes Magos de 1923, en el que, con Falla al piano, estrenó Federico La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón y se interpretó – “por primera vez en España”, según Federico— La historia del soldado de Igor Stravinski. Fiesta en que se reunían, pues, lo tradicional (La niña... se basaba en un viejo cuento andaluz) y las corrientes musicales más modernas.

La amistad de Falla seguiría orientando a Federico García Lorca a la hora de reconciliar las nuevas corrientes estéticas con las formas populares. En 1923, Falla y Lorca estaban colaborando en una opereta lírica, Lola, la comedianta, nunca terminada, y al año siguiente el compositor ayudó a Federico a dar la bienvenida al poeta Juan Ramón Jiménez, quien visitó a la familia García Lorca durante el mes de julio de 1924.

Los mundos artísticos de Dalí y de Federico se compenetraron hasta tal punto que Mario Hernández ha hablado, con razón, de un período daliniano e n la obra del poeta, y Santos Torroella, de una época lorquiana en la del pintor…

Cadaqués y Salvador Dalí

En abril de 1925, desde la Residencia de Estudiantes, Federico anunció a sus padres que había recibido una invitación para pasar la Semana Santa en Cadaqués con su amigo Salvador Dalí: “Dalí me invita espléndidamente. He recibido una carta de su padre, notario de Figueras, y de su hermana (una muchacha de esas que ya es volverse loco de guapas) invitándome también, porque a mí me daba vergüenza de presentarme de huésped en su casa. Pero son una clase de familia distinta a lo general y acostumbrada a vida social, pues esto de invitar gente a su casa se hace en todo el mundo menos en España. Dalí tiene empeño en que trabaje esta semana santa en su casa de Cadaqués y lo conseguirá, pues me hace ilusión salir unos días a pleno mar y trabajar y ya sabéis vosotros cómo el campo y el silencio dan a mi cabeza todas las ideas que tengo”.

Fue el primer viaje de Federico a Cataluña, y aquella visita y una segunda estancia más larga, entre mayo y julio de 1927, dejaron una huella profunda en la vida y obra de ambos.

Dalí había ingresado en 1922 en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y vivía en la Residencia, donde había trabado amistad con el poeta granadino. Durante cinco años, desde 1923 hasta 1928, los mundos artísticos de Dalí y de Federico se compenetraron hasta tal punto que Mario Hernández ha hablado, con razón, de un período daliniano e n la obra del poeta, y Santos Torroella, de una época lorquiana en la del pintor. Fruto de esta amistad, que se convirtió en pasión amorosa, fue la “Oda a Salvador Dalí”, que Federico publicó en abril de 1926 en Revista de Occidente, poema “didáctico” – así lo llama—en que canta “...un pensamiento / que nos une en las horas oscuras y doradas”.

En sus discusiones en Madrid y Cadaqués, y en un riquísimo epistolario que se ha conservado sólo en parte, los dos amigos abordaban cuestiones estéticas de hondo interés para ambos. Juntos exploraron la pintura y la poesía, contemporáneas, y el arte del pasado. Cuando Federico preparaba su tragedia Mariana Pineda, en la que intentaba captar la historia de la heroína granadina en bellas “estampas” románticas, le pidió a Dalí que diseñara el decorado para su estreno en Barcelona (1927). Otros proyectos se quedaron en pura conversación, como el Libro de los putrefactos, una serie de dibujos satíricos de Dalí que iba a incluir un prólogo, jamás escrito, de Federico.

Dalí alentó al granadino en su esfuerzo por comprender la pintura moderna (véase su conferencia “Sketch de la nueva pintura”) y lo animó como dibujante, reseñando su primera exposición, en el verano de 1927, en las Galeries Dalmau de Barcelona.; Y fue Federico, sin duda, quien más animó a Dalí como escritor. En 1928, la granadina Gallo —revista literaria impulsada por Lorca y dirigida por su hermano Francisco— publicó las traducciones al español del “San Sebastián” de Dalí —un ensayo, en forma de narración, en que expone su estética de la “santa objetividad”― y del “Manifiesto antiartístico catalán”, firmado por Dalí, Sebastià Gasch y Lluis Montanyà.

La estética de Dalí le sirvió a Federico como estímulo cuando empezaba a cultivar, a partir de 1927, una poesía de “evasión”, en la que se daba menos importancia a la metáfora que a lo que Federico llamó –sirviéndose de la expresión de Dalí– el “hecho poético”: la imagen que pretende “evadirse” de cualquier explicación racional (véase su conferencia “Imaginación, inspiración, evasión”).

De la mano de Dalí pudo adquirir Federico un conocimiento más profundo del arte popular y culto de Cataluña, región por la que sentiría siempre gran afecto. Si el ingreso en la Residencia de Estudiantes le había permitido trascender las limitaciones del medio granadino, los viajes a Cataluña le revelaron las limitaciones del mundo cultural de Madrid.

Comunicó a un público entusiasta una nueva visión no sólo de Góngora sino de su propio arte frente al de las generaciones anteriores...

Viaje a Luís de Góngora

Mientras Federico descubría el mundo cultural de Cataluña, los poetas españoles estaban a punto de rescatar y celebrar a un poeta barroco cuya estética –originalidad de la metáfora, esplendor sintáctico y léxico—les impresionaba hondamente. Luis de Góngora y Argote (1561-1627) dejó huella en la poesía de García Lorca –por ejemplo, en “La sirena y el carabinero” y en algunos de los romances gitanos–, y la celebración de su tricentenario sirvió para aunar a los poetas españoles en lo que algunos de ellos empezaron a llamar una “generación”. Los amigos de Lorca—Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Emilio Prados, Gerardo Diego, Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre—se conocen hoy en día como integrantes de aquella Generación del 27.

El cri de guerre inicial lo lanzó Gerardo Diego en un ensayo titulado “Escorzo de Góngora”. Desde Valladolid, en febrero de 1924, Jorge Guillén acusa recibo de ese ensayo y de este nuevo “contemporáneo”: “Aunque esto de las generaciones es casi un mito, y casi una tontería, sin embargo, siento cada día más vivamente la convivencia con mis verdaderos contemporáneos. Sí, creo en la contemporaneidad de los espíritus. Leyendo, atisbando su Góngora, me siento tan aludido que ¿cómo no expresarlo, cómo no sacar esta alusión a evidencia amistosa? [Correspondencia. Pedro Salinas, Gerardo Diego, Jorge Guillén (1920-1983), ed. José Luis Bernal, pp. 47-48.]

Dos años más tarde, Lorca envió a Guillén las primicias de un hermoso ensayo suyo leído como conferencia en febrero de 1926: “La imagen poética de don Luis de Góngora”, donde expresaba la imponderable grandeza del poeta cordobés. Según Lorca, Góngora armonizaba mundos diversos gracias a su uso de la mitología, dominó como nadie el mecanismo de la metáfora y de la inspiración, y su lenguaje cayó sobre la lengua española como un rocío vivificador. Otros poetas amigos, desde Rafael Alberti hasta Gerardo Diego, Guillén o Dámaso Alonso, pusieron en marcha una campaña de homenaje y divulgación en torno a la figura y obra de Góngora, campaña que, en efecto, marca un fenómeno “generacional” (se abstienen Machado, Unamuno, Juan Ramón Jiménez...) y que culmina con el viaje de sus promotores a Sevilla.

En diciembre de 1927, en el Ateneo de aquella ciudad, el grupo formado por el propio Lorca, Alberti, Cernuda, José Bergamín, Juan Chabás, Gerardo Diego, Dámaso Alonso y Mauricio Bacarisse, comunicó a un público entusiasta una nueva visión no sólo de Góngora sino de su propio arte frente al de las generaciones anteriores. En la más sustanciosa y sabia de esas intervenciones, Dámaso Alonso pidió una “completa revisión de los valores de la literatura pretérita”. Expuso un nuevo enfoque de la literatura española, arguyendo que al lado del realismo y del “vulgarismo” asociados habitualmente con las letras españolas había una corriente de aristocrático idealismo ejemplificado por la obra de don Luis y por la de los poetas modernos que se agrupaban en torno a él.

El viaje en tren de Madrid a Sevilla fue narrado graciosamente por Jorge Guillén en una serie de cartas a su mujer, Germaine Cahen (editadas por Biruté Ciplijauskaité): “Es absurdo –escribe Guillén–. Ni antes, ni después de ahora volveré a contemplar todo un departamento de un vagón, lleno de estos animales llamados poetas.

Los actos oficiales —dos veladas literarias y un banquete en la venta de Antequera— fueron conmemorados en la prensa sevillana de aquel entonces. Años después, Dámaso Alonso, Luis Cernuda y Rafael Alberti recordarían con nostalgia otros pormenores de la celebración: una juerga en Pino Montano —el cortijo del torero Ignacio Sánchez Mejías, que había costeado la excursión―, la travesía nocturna del Guadalquivir, el primer encuentro de Cernuda y García Lorca...

Entre 1924 y 1927, pues, puede decirse que Federico García Lorca llegó a su madurez como poeta, atento al arte del pasado y formando parte de uno de los grupos poéticos, en palabras suyas, “más importantes de Europa, por no decir el más importante de todos”.

Ilustración: Juan José Delfini


Allí exploró el teatro en lengua inglesa, paseó por el barrio de Harlem con la novelista negra Nella Larsen, escuchó jazz y blues, conoció el cine sonoro, leyó a Walt Whitman y a T. S. Eliot, y se dedicó a escribir uno de sus libros más importantes…

Un poeta en Nueva York

El éxito crítico de Canciones (1927) y el éxito popular de Primer romancero gitano, publicado en julio de 1928, dejó descontento a Federico García Lorca, que, en cartas a sus amigos en el verano de 1928, confesaba estar atravesando una gran crisis sentimental, “una de las crisis más hondas de mi vida”. [Cartas a Sebastià Gasch y a José Antonio Rubio Sacristán, agosto de 1928]. “Estoy convaleciente de una gran batalla y necesito poner en orden mi corazón. Ahora sólo siento una grandísima inquietud. Es una inquietud de vivir, que parece que mañana me van a quitar la vida” [A Rafael Martínez Nadal, agosto de 1928].

Esta crisis debió de agravarse en septiembre, cuando el poeta recibió en Granada una durísima carta de Dalí sobre el Romancero gitano, en la que argüía el pintor catalán que gran parte de la obra estaba “ligada en absoluto a las normas de la poesía antigua, incapaz de emocionarnos”, y que el libro pecaba de “costumbrismo” y “moviéndose dentro de la ilustración y de los lugares comunes más estereotipados y más conformistas”.

La crisis de García Lorca había sido provocada por varias circunstancias vitales. Por una parte, con el éxito popular del Romancero surgió la imagen pública –que pervive todavía en algunas partes– de un Lorca costumbrista, cantor de los gitanos, ligado temáticamente al folclore andaluz. El mismo poeta se había quejado de esa imagen antes de que saliera el Romancero, e incluso antes de la publicación de Canciones, en una carta a Jorge Guillén de principios de enero de 1927: “Me va molestando un poco mi mito de gitanería. Los gitanos son un tema. Y nada más. Yo podía ser lo mismo poeta de agujas de coser o de paisajes hidráulicos. Además, el gitanismo me da un tono de incultura, de falta de educación y de poeta salvaje que tú sabes bien no soy. No quiero que me encasillen. Siento que me va echando cadenas”.

Por otra parte, mientras Dalí y Luis Buñuel criticaban duramente su obra, Lorca se separó de Emilio Aladrén, un joven escultor con el que había mantenido una fuerte relación afectiva.

A pesar de sus preocupaciones y de un “horrible verano de sentimientos”, el poeta no dejó de trabajar intensamente, y se entregó a proyectos nuevos muy distintos al Romancero. En Granada se rodeaba de un grupo de amigos jóvenes y editó los dos únicos números de la citada revista Gallo. Envió al crítico de arte Sebastià Gasch algunos de sus mejores dibujos y dos poemas en prosa ―“Nadadora sumergida...” y “Suicidio en Alejandría”— que respondían a su “nueva manera espiritualista: emoción pura descarnada, desligada del control lógico”. Exploró en una de sus mejores conferencias el mundo de las nanas infantiles, y explicó su nueva teoría de la “evasión” poética. Durante el invierno de 1928 se propuso estrenar su “aleluya erótica” Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín, intento frustrado por los censores del régimen de Primo de Rivera.

Aun en medio de estos proyectos, debió de quedar claro para Lorca que necesitaba desvincularse durante cierto tiempo del ambiente andaluz y de su círculo madrileño de amigos. En la primavera de 1929, Fernando de los Ríos, antiguo maestro de Federico y amigo de su familia, propuso que el joven poeta le acompañara a Nueva York, donde tendría la oportunidad de aprender inglés, de vivir por primera vez en el extranjero y, quizás, de renovar su obra. Se embarcaron en el Olympic –buque hermano del Titanic– y arribaron el 26 de junio.

La estancia en Nueva York fue, en palabras del propio poeta, “una de las experiencias más útiles de mi vida”. Los nueve meses que pasó ―entre junio de 1929 y marzo de 1930— en Nueva York y Vermont y luego en Cuba hasta junio de ese año cambiaron su visión de sí mismo y de su arte.

Fue ésta su primera visita al extranjero; su primer encuentro con la diversidad religiosa y racial; su primer contacto con las grandes masas urbanas y con un mundo mecanizado. Casi podría decirse que su viaje a Nueva York representó su descubrimiento de la modernidad. Allí exploró el teatro en lengua inglesa, paseó por el barrio de Harlem con la novelista negra Nella Larsen, escuchó jazz y blues, conoció el cine sonoro, leyó a Walt Whitman y a T. S. Eliot, y se dedicó a escribir uno de sus libros más importantes, el que se publicó, cuatro años después de su muerte, con el título de Poeta en Nueva York.

Pocos críticos y biógrafos han escrito sobre la vida de Lorca en Nueva York sin insistir en que allí se sintió deprimido y aislado. Tal es, desde luego, el sentimiento que desprenden sus poemas. Pero existe también una serie de cartas encantadoras a su familia donde presentaba una imagen muy diferente. Estas cartas, con su visión más risueña de la “ciudad más atrevida y más moderna del mundo”, hacen imposible una lectura autobiográfica de Poeta en Nueva York y nos recuerdan que uno de los logros más admirables de esta obra consiste en la creación de un protagonista trágico, la “voz” de los poemas, que tiene propiedades, como dijo un crítico, de “Prometeo, profeta y sacerdote”. Sin duda, ese protagonista se relaciona con la “persona” creada por Walt Whitman, a quien dedicó Lorca una “Oda” en su libro.

Una tercera visión de la ciudad ―aparte de la epistolar y la poética— la ofreció Lorca al volver a España, en una conferencia-recital titulada “Un poeta en Nueva York”.

Del conjunto de estos tres textos —conferencia, cartas, y, sobre todo, el libro de poemas— surge una visión penetrante y memorable no sólo de la civilización norteamericana, sino de la soledad y la angustia del hombre moderno.

“Si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba”

La Habana

En marzo de 1930, Lorca salió de Nueva York en tren con rumbo a Miami, donde se embarcó para Cuba. Antes de su llegada, su visión de la isla era, según él mismo reconoció, puramente pintoresca; al pensar en el paisaje cubano y en el tono poético de la isla, recordaba las deliciosas litografías de las cajas de habanos que había visto de niño.

En La Habana, Lorca experimentó una sensación de libertad y de alivio. Dejando atrás la ciudad de los rascacielos —“Nueva York de cieno. / Nueva York de alambre y muerte”― llegó a “la América con raíces, la América de Dios, la América española”, como la llamaría en una conferencia. Después del período neoyorquino, tuvo en La Habana su primer contacto con un país extranjero de habla española.

Entre el 7 de marzo y el 12 de junio de 1930 (fechas de su estancia en Cuba) vivió unos días intensos y alegres. Dio una serie de conferencias, con enorme éxito, en la Institución Hispano-Cubana de Cultura. Exploró la cultura y la música afrocubanas y compuso un son basado en los ritmos de los negros. Conversó sobre la música y el folclore con el matrimonio Antonio Quevedo y María Muñoz —amigos de Manuel de Falla, editores de la revista Musicalia, y fundadores del Conservatorio de Música Bach―. Trabajó en su drama homoerótico El público y gozó de amistades nuevas y antiguas. Coincidió en La Habana con los españoles Adolfo Salazar y Gabriel García Maroto, y se reunió de nuevo con otro amigo entrañable de sus primeros años madrileños: el escritor y diplomático José María Chacón y Calvo. Paseó por las calles de La Habana con el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón y juntos visitaron el famoso Teatro Alhambra, donde se representaban espectáculos satíricos: escenario “vivo, esperpento de la sensualidad habanera saturada de alegría y de humor, de indignación popular”. Conoció también a los hermanos Loynaz —Dulce María, Flor, Enrique y Carlos Manuel— en su “casa encantada” del barrio del Vedado.

Período sensual, risueño, pues, en la vida de Federico, quien escribió a sus padres: “Esta isla es un paraíso. Cuba. Si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba”.

Volvió a España en el Manuel Arnús, sintiéndose renovado, hablando de la reforma del teatro español y listo para participar en proyectos culturales como La Barraca.

 “Lo burgués está acabando con lo dramático del teatro español... está echando abajo uno de los dos grandes bloques que hay en la literatura dramática de todos los pueblos: el teatro español”

Itinerario Cultural de la República: La Barraca

Con la proclamación de la II República en abril de 1931, Federico García Lorca empezó a colaborar con entusiasmo en varios proyectos culturales que pretendían fomentar un mayor intercambio entre la cultura de las ciudades y la de los pueblos.

Bajo los auspicios de los comités de cooperación intelectual, fundados por Arturo de Soria y Espinosa, Federico García Lorca dio una serie de conferencias en distintas partes del país. En Sevilla, Salamanca o Santiago de Compostela habló del cante jondo y leyó los poemas que había escrito en Nueva York. “Se trataba ―escribe Ian Gibson— de fundar comités en todas las grandes ciudades; promover el intercambio de ideas; invitar a destacados conferenciantes; procurar unir a todos aquellos jóvenes intelectuales que compartiesen el amor a los principios de libertad y de progreso social; fomentar la solidaridad” [Federico García Lorca, vol. II, p. 172]. Y para Lorca, la conferencia o la lectura de sus poemas era una manera de forjar lo que él llamaba “una maravillosa cadena de solidaridad espiritual”.

La aportación más importante de Federico García Lorca a la política cultural de la República fue, sin duda, la organización del teatro universitario La Barraca, grupo que dirigió junto con Eduardo Ugarte y que, a partir del verano de 1932, representó obras del teatro clásico español en diversos pueblos de España. Durante su estancia en Nueva York, mientras vivió en la Universidad de Columbia, Federico había tenido la oportunidad de observar una vigorosa tradición de teatro no profesional; de ahí, quizás, proviene la idea de dar un nuevo impulso al teatro universitario que había florecido en España siglos antes.

La historia comienza en noviembre de 1931, según su amigo, el diplomático Carlos Morla Lynch: “Muy entrada la noche irrumpe Federico en la tertulia con impetuosidades de ventarrón... Se trata de una idea nueva que ha surgido, con la violencia de una erupción, en su espíritu en constante efervescencia. Concepción seductora de vastas proporciones: construir una barraca —con capacidad para 400 personas―, con el fin de ‘salvar al teatro español’ y de ponerlo al alcance del pueblo. Se darán, en el galpón, obras de Calderón de la Barca, de Lope de Vega, comedias de Cervantes... Resurrección de la farándula ambulante de los tiempos pasados... Aquí Federico se encumbra a las nubes. –Llevaremos –dice– La Barraca a todas las regiones de España; iremos a París, a América..., al Japón...” [En España con Federico García Lorca, pp. 12-128]

Dos aspectos de la experiencia de Federico García Lorca con La Barraca fueron decisivos para su carrera como dramaturgo: le permitió aprender el oficio de director de escena y le expuso a un público nuevo, ajeno a la “burguesía frívola y materializada” de Madrid. En sus viajes por el campo soñó con representar el teatro clásico ante “el pueblo más pueblo”, un público “con camisa de esparto frente a Hamlet, frente a las obras de Esquilo, frente a todo lo grande”. Estaba convencido de que “lo burgués está acabando con lo dramático del teatro español... está echando abajo uno de los dos grandes bloques que hay en la literatura dramática de todos los pueblos: el teatro español”. Esta nueva visión del público debió de afectar profundamente el alcance que intentó dar a su propio teatro durante los últimos años de su vida.

“Buenos Aires tiene tres millones de habitantes pero tantas, tantas fotografías han salido en estos grandes diarios que soy popular y me conocen por las calles”

Buenos Aires y Montevideo

En el verano de 1933, mientras Federico hacía una gira con La Barraca, la compañía de Lola Membrives estrenó en Buenos Aires Bodas de sangre. Tal fue el éxito de la tragedia lorquiana que Membrives y su marido, el empresario Juan Reforzo, le invitaron a Buenos Aires, donde dirigió una nueva producción y leyó una serie de conferencias sobre el arte español en la sociedad Amigos del Arte.

Durante los seis meses que pasó en Buenos Aires y Montevideo (entre octubre de 1933 y marzo de 1934), Lorca dirigió no sólo Bodas de sangre, sino también Mariana Pineda, La zapatera prodigiosa, el Retablillo de don Cristóbal y, aprovechando su experiencia con La Barraca, una adaptación de La dama boba , de Lope de Vega. En cartas a su familia, expresó su asombro por el éxito de estas obras y por su creciente popularidad entre el público bonaerense: “Buenos Aires tiene tres millones de habitantes pero tantas, tantas fotografías han salido en estos grandes diarios que soy popular y me conocen por las calles”.

Un periodista de aquella época aludió a lo mismo: “García Lorca en la terraza. García Lorca en el piano. García Lorca entre telones. García Lorca en una peña. García Lorca recitando. García Lorca poniéndose la corbata. García Lorca aprendiendo a cebar mate. García Lorca firmando una foto. Y a todo esto, en medio de todo esto, como consecuencia fisiológica de todo esto, García Lorca mirándose las manos, golpeándose la frente, escondiéndose por aquí, huyendo por allá, sin saber el pobre muchacho qué hacer ni dónde meterse para esquivar los golpes del asalto del periodista, del fotógrafo, del dibujante, del empresario, del admirador”.

En enero de 1934, el mismo periodista bonaerense había seguido a Federico a Montevideo, con la esperanza de entrevistarle. Éste se sentía “secuestrado”, primero por la sociedad porteña y luego por Lola Membrives, que le había encerrado en un cuarto de hotel de aquella ciudad para que a marchas forzadas terminara Yerma, la obra que le había prometido para la siguiente temporada. Al final, el periodista lo encontró, con paso “leve, fugaz”, intentando esquivar a otras personas, en un túnel debajo del hotel donde se alojaba:

“―¡Por favor…! No me pida usted que cante.
―No, señor.
―No me pida que recite.
―No, señor.
―No me pida que toque el piano
―No, señor.
―No me pida que le lea los dos actos que creo que he terminado de mi nuevo drama Yerma.
―No, señor.
―Ni un trocito de mi camiseta de marinero.
―No, señor.
―Y sobre todo, ¡por lo que más quiera!, no me pida que le escriba un pensamiento…”

Su estancia triunfal en Buenos Aires y Montevideo constituyó una revelación: el joven dramaturgo se dio cuenta de que su obra podía interesar a un vasto público fuera de España; de que podía hacer carrera en el teatro, y de que, como dramaturgo, no se quedaría nunca a merced de los empresarios madrileños. Bodas de sangre alcanzó más de ciento cincuenta representaciones en Buenos Aires. Gracias a ello, Federico García Lorca logró, por fin, su independencia económica. Como el viaje a Cuba en 1930, el viaje a Argentina le deparó una serie de amistades nuevas, entre ellas: los poetas Pablo Neruda, Juana de Ibarbourou y Ricardo Molinari; el escritor mexicano Salvador Novo, y el crítico Pablo Suero.

“El teatro es uno de los más expresivos y útiles instrumentos para la educación de un país y el barómetro que marca su grandeza o su descenso. Un teatro sensible y bien orientado en todas sus ramas, desde la tragedia al vodevil, puede cambiar en pocos años la sensibilidad de un pueblo; y un teatro destrozado, donde las pezuñas sustituyen a las alas, puede achabacanar a una nación entera”

Últimos años

Cuando Federico García Lorca volvió de Buenos Aires, en abril de 1934, contaba 36 años y le quedaban poco más de dos de vida. Vivió ese tiempo de manera intensísima: terminó nuevas obras (Yerma, Doña Rosita la Soltera, La casa de Bernarda Alba y Llanto por Ignacio Sánchez Mejías); revisó libros ya escritos (Poeta en Nueva York, Diván del Tamarit y Suites); hizo una larga visita a Barcelona para dirigir sus obras, leer sus poemas y dar alguna conferencia, y meditó con ilusión sobre proyectos futuros, que iban desde una versión musicalizada de sus Títeres de Cachiporra a dramas sobre temas sexuales, sociales y religiosos.

Entre 1934 y 1936 dirigió sus esfuerzos, en gran medida, a la renovación del teatro español, con su propia obra y a través de La Barraca y de la organización de clubes teatrales —como el Anfistora, fundado por Pura Maortua de Ucelay— y agrupaciones que debían estrenar obras, clásicas o modernas, que hubieran sido ignoradas por el teatro comercial. Con gran vehemencia reclamó una “vuelta a la tragedia” y al teatro de contenidos sociales candentes.

En sus entrevistas y declaraciones de 1934 a 1936, insistió Lorca, más que nunca, en la responsabilidad social del artista, especialmente en la del dramaturgo, pues éste podía “poner en evidencia morales viejas o equivocadas”. Se entregó, como siempre, a la creación poética, pero su poesía “se levanta de la página” y, desde el escenario, llega a un público más amplio. En una velada en el Teatro Español, en que Margarita Xirgu ofreció a los actores de Madrid una representación especial de Yerma, salió al escenario Federico para defender su visión del teatro de “acción social”: “Yo no hablo esta noche como autor ni como poeta, ni como estudiante sencillo del rico panorama de la vida del hombre, sino como ardiente apasionado del teatro y de su acción social. El teatro es uno de los más expresivos y útiles instrumentos para la educación de un país y el barómetro que marca su grandeza o su descenso. Un teatro sensible y bien orientado en todas sus ramas, desde la tragedia al vodevil, puede cambiar en pocos años la sensibilidad de un pueblo; y un teatro destrozado, donde las pezuñas sustituyen a las alas, puede achabacanar a una nación entera. El teatro es una escuela de llanto y de risa y una tribuna libre donde los hombres pueden poner en evidencia morales viejas o equivocadas y explicar con ejemplos vivos normas eternas del corazón y el sentimiento del hombre”.

Mientras pronunciaba Federico estas palabras, Yerma era atacada por la prensa de derechas como obra “inmoral” y “pornográfica”. No se apocó Lorca. Insistió en la autoridad oral y estética que debían compartir el dramaturgo y los actores y esperaba “luchar para seguir conservando la independencia que me salva... Para calumnias, horrores y sambenitos que empiecen a colgar sobre mi cuerpo, tengo una lluvia de risas de campesino para mi uso particular”.

El ambiente de Madrid, en estos dos años, se había vuelto cada vez más intolerante y violento: España parecía irremediablemente abocada a una guerra civil.

“El día que el hambre desaparezca, va a producirse en el mundo la explosión espiritual más grande que jamás conoció la humanidad. Nunca jamás se podrán figurar los hombres la alegría que estallará el día de la gran revolución”

La muerte

En mayo de 1936 un periódico madrileño publicaba una brevísima nota sobre los proyectos de Federico García Lorca. El poeta estaba a punto de cumplir 38 años. Casi había terminado su “drama de la sexualidad andaluza”, La casa de Bernarda Alba. Llevaba “muy adelantada” una comedia sobre temas políticos –la llamada Comedia sin título o El sueño de la vida– y estaba trabajando en una obra nueva titulada Los sueños de mi prima Aurelia, elegía de su niñez en la vega de Granada. Planeaba otro viaje a América, esta vez a México, donde esperaba reunirse con Margarita Xirgu. Estaba, pues, rebosante de proyectos, con la sensación de que en el teatro no era más que un “novel”: “Yo no he alcanzado un plano de madurez aún... Me considero todavía un auténtico novel. Estoy aprendiendo a manejarme en mi oficio… Hay que ascender por peldaños... Lo contrario es pedir a mi naturaleza y a mi desarrollo espiritual y mental lo que ningún autor da hasta mucho más tarde... Mi obra apenas está comenzada”.

La situación política en Madrid, y en toda España, se había vuelto insostenible. Se hablaba de la posibilidad de un golpe miliar y en las calles de la capital se vivieron numerosos actos de violencia, desde la quema de iglesias hasta los asesinatos políticos.

Aunque Federico García Lorca detestaba la política partidaria y resistió la presión de sus amigos para que se hiciera miembro del Partido Comunista, era conocido como liberal y sufrió con frecuencia las arremetidas de los conservadores por su amistad con Margarita Xirgu o con el ministro socialista Fernando de los Ríos. La popularidad de Lorca y sus numerosas declaraciones a la prensa sobre la injusticia social, le convirtieron en un personaje antipático e incómodo para la derecha: “El mundo está detenido ante el hambre que asola a los pueblos. Mientras haya desequilibrio económico, el mundo no piensa. Yo lo tengo visto. Van dos hombres por la orilla de un río. Uno es rico, otro es pobre. Uno lleva la barriga llena, y el otro pone sucio el aire con sus bostezos. Y el rico dice: ‘¡Oh, qué barca más linda se ve por el agua! Mire, mire usted el lirio que florece en la orilla’. Y el pobre reza: ‘Tengo hambre, no veo nada. Tengo hambre, mucha hambre’. Natural. El día que el hambre desaparezca, va a producirse en el mundo la explosión espiritual más grande que jamás conoció la humanidad. Nunca jamás se podrán figurar los hombres la alegría que estallará el día de la gran revolución. ¿Verdad que te estoy hablando en socialista puro?” [Entrevista en La Voz, Madrid, 7 de abril de 1936].

Intuyendo que el país estaba al borde de la guerra, Lorca decidió marcharse a Granada para reunirse con su familia. El día 14 de julio llegó a la Huerta de San Vicente y cuatro días más tarde celebró con ellos la festividad de San Federico.

El 17 de julio estalló en Marruecos la sublevación militar contra la República, y desde Canarias, Francisco Franco proclamó el Alzamiento Nacional. Para el día 20, el centro de Granada estaba en manos de las fuerzas falangistas. Durante la revuelta, el cuñado de Federico, Manuel Fernández-Montesinos, marido de su hermana Concha y alcalde de la ciudad, fue arrestado en su despacho del Ayuntamiento; al cabo de un mes fue fusilado a mano de los rebeldes.

Dándose cuenta de que sería peligroso quedarse en la Huerta de San Vicente, Federico sopesó, con su familia, varias alternativas: intentar llegar a la zona republicana; instalarse en casa de su amigo Manuel de Falla, cuyo renombre internacional parecía ofrecerle protección, o alojarse en casa de la familia Rosales, en el centro de la ciudad. Esta última opción fue la que escogió Lorca, pues tenía una relación de confianza con dos de los hermanos del poeta Luis Rosales, que eran destacados falangistas.

La tarde del 16 de agosto de 1936, Lorca fue detenido en casa de los Rosales por Ramón Ruiz Alonso, un ex diputado de la CEDA, derechista fanático, que sentía un profundo odio por Fernando de los Ríos y por el poeta mismo. Según Ian Gibson, biógrafo de Federico, se sabe que esta detención “fue una operación de envergadura. Se rodeó de guardias y policías la manzana donde estaba ubicada la casa de los Rosales, y hasta se apostaron hombres armados en los tejados colindantes para impedir que por aquella vía tan inverosímil pudiera escaparse la víctima [Federico García Lorca, vol. II, p. 469]

Lorca fue trasladado al Gobierno Civil de Granada, donde quedó bajo la custodia del gobernador, el comandante José Valdés Guzmán. Entre los cargos contra el poeta –según una supuesta denuncia, hoy perdida y firmada por Ruiz Alonso– figuraban el “ser espía de los rusos, estar en contacto con éstos por radio, haber sido secretario de Fernando de los Ríos y ser homosexual [Federico García Lorca, vol. II, p. 476]. Fueron infructuosos los varios intentos de salvar al poeta por parte de los Rosales y, más tarde, por Manuel de Falla. Según Gibson, “hay indicios de que, antes de dar la orden de matar a Lorca, Valdés se puso en contacto con el general Queipo de Llano, jefe supremo de los sublevados de Andalucía”.

Sea como fuere, el poeta fue llevado al pueblo de Víznar junto con otros detenidos. Después de pasar la noche en una cárcel improvisada, lo trasladaron en un camión hasta un lugar en la carretera entre Víznar y Alfacar, donde lo fusilaron antes del amanecer.

Aunque no se ha podido fijar con certeza la fecha de su muerte, Gibson supone que ocurrió en la madrugada del 18 de agosto de 1936. En documentos oficiales expedidos en Granada puede leerse que Federico García Lorca “falleció en el mes de agosto de 1936 a consecuencia de heridas producidas por hecho de guerra”